Por José Eugenio Hoyos
Nuestra Iglesia
necesita formar más no solo en la doctrina sino también en todo lo relacionado
a los Carismas y dones y en lo concerniente al Espíritu Santo.
El Espíritu Santo
no es exclusividad ni un monopolio ni de la jerarquía ni de algunas personas
expertas en teología ni en dogmas.
El Espíritu Santo
es de todos los creyentes, es la promesa, el paráclito, el defensor y el
abogado que otorga sus “Carismas” a todos los miembros vivos del cuerpo místico
de Cristo.
Por “Carismas”
o “Dones” no hay que entender necesariamente acciones extraordinarias como los
milagros, las curaciones o el hablar en lenguas. Tales dones han existido y aún
siguen ocurriendo y manifestándose en un pueblo unido en oración y que espera
con fe.
En San Pablo,
que es autor del término, “Carisma” significa don, talento, que apunta a una dirección
y busca el objetivo de la gracia de Dios San Pablo sitúa el matrimonio entre
los carismas y proclama en un texto admirable que el mayor carisma es la
caridad. (1 Cor 13) Cada uno tiene sus dones, que debe poner al servicio de la edificación
de la Iglesia del cuerpo de Cristo.
Es el
movimiento eclesiológico de los últimos cincuenta años y el del Vaticano II. Justamente
cuando una mayoría de instituciones sufren una crisis, cuando se derrumban
grandes estructuras, el Espíritu Santo suscita por doquiera explosiones del
Evangelio.
Las personas
tienen sus dones y carismas; los pueblos también y además su historia. San Pablo
define el Espíritu como koinonia, comunicación, comunión (2 Cor 13,13)
Con el Espíritu
Santo estamos Bendecidos, Encendidos, Sanados, Liberados y en Victoria.
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